Hay lío


Si las hay, son muy pocas las cosas que no pueden ser comercializadas en el capitalismo. Me refiero tanto a objetos tangibles como a los que no lo son: sensaciones, experiencias, creencias, añoranzas. Nos guste o no, (casi) todo puede ser vendido; (casi) todo puede ser comprado.

De un tiempo a esta parte, algunos deportistas de élite se dieron cuenta de la veta enorme que es la explotación comercial de sus figuras. Desde ya, no a todos les da el cuero: es necesario ser una estrella en el área en la que se desempeñan y tener un plus, un atributo que les sume en su afán de distinción. Así, aparecieron Roger Federer y su consabida mezcla entre perfección técnica y elegancia; Carlos Tévez con su impronta informal y callejera; Michael Jordan y el salto interminable; Novak Djokovic; Cristiano Ronaldo y la adición del número de su camiseta como una inicial más de su nombre... Si bien no abundan deportistas pasibles de esta conversión, la lista podría seguir extendiéndose un buen trecho.

Era cuestión de tiempo que Lionel (¿o Leonel? Arrancamos con problemas de naming...) Messi se suba a este tren. El futbolista anunciado a los cuatro vientos como "el mejor del mundo" es, potencialmente, un producto que puede hacerlo, a él mismo, aún más millonario de lo que es y también a los pícaros que siempre están a la caza del billete. 

Es sabido que las ventas de sus camisetas del Barcelona se calculan en millones de euros al año; que hay partidos amistosos que tienen como única condición que él los juegue; que una palabra suya o una foto hagan subir las ventas de cualquier cosa que pueda pagar su humilde presencia (por ejemplo, Turkish Airlines lo tiene como una de las estrellas de su última campaña); que si él juega se venden más entradas...

Lo llamativo del desembarco del 10 (el 10 de la era post-Maradona; "el Diego" se perdió esta fiebre del marketing de deportistas) es el divorcio flagrante que existe entre el Messi-hombre y el Messi-marca. Ésta última es una suerte de escudo que puede estar en el traje de cualquier superhéroe extraído de los X-Men: una M filosa, agresiva, vertiginosa (buen retrato de su manera de jugar), que aparece tanto en carísimos botines como en stencils tan urbanos como anónimos, en contraposición con un Messi apocado, de escueto vocabulario, sin humos, preocupado por jugar bien mucho más que por aparecer en televisión... en resumen, el Messi-hombre no vendería agua ni en el desierto.

Párrafo aparte merece la E del apellido, construida por tres barras paralelas y azules que representan las de la camiseta de la selección argentina. Signo de pertenencia que tiene un valor especial ya que Messi no jugó en el fútbol argentino y al que se le reclamó hasta hace poco el no cantar el himno nacional (ridícula costumbre de los partidos internacionales) bajo la sospecha de que ni siquiera lo sabe.

¿Es este divorcio un error? El contraste entre ambos Messis es notable y hasta gracioso pero probablemente no lo sea, ya que en el mundo de las fantasías lo que importa no es el Messi-hombre si no lo que todos los que compran sus botines, pelotas o camisetas proyectan en él y creen adquirir cuando poseen o visten algo con su marca.

En realidad, si lo pensamos bien, en esta jugada no hay gambeta que valga: es la misma fábula de siempre la que alimenta al sistema que rige nuestras vidas. Y Messi ya aprendió que si no se puede contra él más vale hacerse un lugarcito en la góndola y patear desde ahí.

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